miércoles, 4 de enero de 2012

EL PROBLEMA DE LA SOBREPRODUCCIÓN

Aunque el detonante de la crisis económica que afecta al mundo fue la pérdida continuada del poder adquisitivo de los ciudadanos, la causa primigenia no es otra que la sobreproducción industrial, que ya se empezó a manifestar a principios de los años 70.
Tras la Segunda Guerra Mundial, las fábricas de EE UU, Europa y Japón, empezaron a producir bienes de consumo en masa, algunos eran una novedad y otros, junto con un salto tecnológico muy importante, se popularizaron. La producción en serie se impuso y así empezaron a entrar en los hogares máquinas y aparatos que pocos años antes casi nadie poseía, como lavadoras, frigoríficos, televisores, etc, también se hizo común que todas las familias dispusieran de, al menos, un automóvil. Los países crecían y la economía capitalista iba viento en popa. Pero, como hemos dicho, al comienzo de la década de los 70 ya era obvio que la oferta superaba a la demanda y, a pesar de que los vienes de consumo eran diseñados para no durar demasiado tiempo, la capacidad productiva era muy superior a las perspectivas de venta. En el horizonte aparecieron dos salidas, acometer un salto tecnológico radical, con productos nuevos por principio, o buscar otros mercados para las industrias en dificultades. Parte del capital arriesgó invirtiendo en sectores, por entonces, de vanguardia, como las telecomunicaciones y se hicieron populares los teléfonos móviles, los fax o los ordenadores personales, produciendo unos dividendos para los avispados accionistas muy importantes, pero la reconversión industrial que requería una gran parte de las fábricas, con el consiguiente alto costo, hizo que los gobiernos occidentales, las grandes corporaciones y la banca apostaran por la globalización (¿le suena?) para vender en los países en vías de desarrollo el excedente productivo. En un primer momento la estrategia político-financiera-empresarial pareció funcionar, todo el mundo se felicitaba por sus ventas en China, por ejemplo, pero enseguida los países emergentes adquirieron tecnología y empezaron a producir a precios sin posible competencia. China, India, Corea del Sur, Brasil, etc, no solo se beneficiaban de unos salarios mas bajos y unas materias primas, energía eléctrica, etc, fuertemente subvencionadas, también de una planificación industrial dirigida por el Estado, algo que en Occidente hacía tiempo que se había sacrificado en el altar del mercado, donde ejercía de sumo sacerdote el dinero.
Alarmado, el capital y su instrumento principal, la banca, centraron entonces su negocio en la especulación hipotecaria. Hipotecas para todos los ciudadanos, incluso por encima del valor real de los pisos y chalets que se adquirían. En la vorágine del dinero fácil entraron los fondos de inversión a saco y también era frecuente que las entidades financieras se endeudaran para vender préstamos de alto riesgo y quedarse con la diferencia del interés. Como un diabólico globo se hinchó la burbuja inmobiliaria (¿le sigue sonando?) que tenía el previsible riesgo de explotar.
Contemporáneamente, se había iniciado un trasvase de rentas de los trabajadores y la pequeña burguesía hacia el gran capital. Proliferaron los monopolios y oligopolios que dominaban los mercados de las materias primas y de los alimentos y se inició una escalada de precios que crecía muy por encima del incremento de los salarios, mientras los Gobiernos dejaban actuar a quienes les pagaban sus campañas electorales. Llegó el día que millones de personas no pudieron hacer frente al recibo mensual de su hipoteca, comprometida de por vida, que les pasaba su banco y estalló la crisis financiera, industrial, laboral y política en la que estamos inmersos.
Los que nos han puesto al borde del abismo no están en la cárcel, siguen mandando y gobernando y ahora se dedican a vaciar nuestros bolsillos hasta el último céntimo y pueden hacerlo, porque el problema original de la sobreproducción industrial se ha podrido tanto que está poniendo en peligro la democracia.

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