¿Nunca ha tenido usted la
sensación de haber vivido antes algo perecido, a sabiendas de que no ha sido
así? ¿nunca ha sospechado que existen otros mundos habitados, no a millones de años
luz, sino aquí mismo? Permítame contarle esta historia:
Todo empezó en una noche cálida y
húmeda. Me desperté en medio de un prado cerca de unos acantilados, el ruido
del mar azotando sobre las rocas me había sacado de los brazos de Morfeo. Yo no
sabía que diantres hacía allí y le juro por mis muertos que no había bebido. No
se veían casas cerca ni más luces que la de la Luna, en menguante, y las
estrellas. No sabía que hora era. Estaba completamente agotado y dolorido, como
si me hubieran dado una paliza, hasta tal punto era así que, a pesar de mi
desconcierto, volví a recostarme al lado de la bicicleta, en aquella hierba
esponjosa y mullida que frecuentemente crece en la costa, y volví a quedarme
dormido. No sé el tiempo que pasó hasta que unas voces volvieron a despertarme.
Estaba amaneciendo y me incorporé con mi ropa empapada por el rocío de la
noche. Anduve cojeando unos 50 metros, pues me dolían todos los huesos,
especialmente la rodilla de la pierna izquierda, hasta un matorral que separaba
el prado de un camino sin asfaltar que terminaba en una amplia explanada de tierra.
Cuatro camiones una excavadora y dos vehículos todoterreno estaban aparcados
allí y uniformados con subfusiles escoltaban a decenas de personas que
discutían y se peleaban por ponerse los primeros en la fila. Fue aquella
algarada la que me había despertado, porque no había oído el ruido de los
motores. Mirando precavido entre las zarzas vi estupefacto como aquella gente
corría a ponerse de rodillas ante una gran fosa para que dos oficiales les
dispararan con sus pistolas en la nuca. Horrorizado no pude entender entonces
por qué aquellos desgraciados pugnaban por ser los primeros en ser ejecutados y
por qué los últimos de la fila lloraban aterrorizados cuando los volvían a
introducir en uno de los camiones. Me agaché, con el temor de ser visto,
mientras la excavadora echaba tierra sobre los cadáveres, aunque alguno no lo
era del todo porque aún se movía, y luego todos se marcharon.
Había pasado una media hora y
estaba tan aterrado que no me había movido del lugar, como por encanto, todos
los dolores que había tenido hasta hacía poco, incluido el de la rodilla,
habían desaparecido. Sentía una sensación extraña, pues poco a poco todo me
empezaba a resultar familiar: el entorno, los olores, aquella brisa marina,
etc; incluso empezaba a tener una visión distinta de lo que acababa de
presenciar. Cogí la bicicleta eléctrica con la que supuse había llegado hasta
allí y empecé a andar, sin subirme en ella, por aquel estrecho camino de tierra
y pequeñas piedras en la misma dirección que se habían marchado los vehículos.
Era poco más que un sendero tortuoso que ascendía en pequeña inclinación
rodeado de arbustos y árboles que en algunos tramos casi lo tapaban. En cada
curva asomaba la cabeza antes de seguir avanzando y así anduve como medio
kilómetro hasta llegar a una carretera ya asfaltada, aunque también estrecha,
desde la que se veía a lo lejos una gran ciudad. Me subí a la bicicleta y tomé
esa dirección. Pedaleé unos tres cuartos de hora y en ese periodo de tiempo sufrí
una especie de metamorfosis: ahora sabía quién era y estaba en mi mundo, así
que me encaminé hacia mi casa, el pabellón donde residían los empleados administrativos
municipales.
Todo era normal, la misma ciudad
de siempre, con sus centros comerciales todavía con pocos clientes. Se veían
algunos automóviles descapotables de los accionistas, moviéndose en modo
autónomo, y cientos de personas en bicicletas eléctricas como la mía que iban y
venían. Al fondo, allá a lo lejos, la zona industrial, con sus chimeneas
humeantes.
1
Hasta los anuncios que me
bombardeaban desde las pantallas situadas en las calles eran los mismos que
había visto mil veces.
Entre los edificios de arquitectura
poco singular y ninguno de más de 6 plantas sobresalía uno enorme, en el centro
de una gran plaza, con forma prismática, totalmente negro y sin ventanas.
Aparcado junto a su puerta estaba el camión que se había llevado a la gente que
los soldados no habían matado y los dos todoterreno. Todos conocíamos la “Casa
del Dolor”, donde los detenidos que entraban rara vez se les volvía a ver.
Corría el rumor de que, entre torturas inimaginables, agonizaban durante días o
incluso semanas. La “Casa del Dolor” tenía un buen equipo de megafonía donde
los ciudadanos de aquella metrópoli podían escuchar los gritos y lamentos de
los internados. Todos lo aprobaban, porque se suponía que allí ingresaban los
“criminales” y “terroristas” que pretendían subvertir el orden social
establecido.
En aquel mundo donde yo vivía las
cosas que ahora me parecen inconcebibles eran naturales. Un mundo de pequeños
Estados sin poder político. Había dos clases sociales: los accionistas, y los
trabajadores, pero ni todos los accionistas ni todos los trabajadores eran
iguales, los que más acciones o participaciones en el capital de las empresas
poseían eran los mandamases y los que tenían menos eran los que dirigían los
medios de producción y los servicios con mano de hierro. Entre los trabajadores
también había diferencias, fueran cualificados o no, realizaban trabajos
administrativos y técnicos o duras tareas manuales. Los unía unos salarios tan
miserables que su economía era de subsistencia, pero mucho peor era no tener
empleo, eso significaba la indigencia más absoluta y la muerte. La palabra
“padre” había desaparecido del diccionario, pues los niños no conocían más que
a su madre. La promiscuidad sexual estaba totalmente extendida, pero había poco
tiempo para practicarla. Solo se toleraban los embarazos mediante inseminación artificial
con semen sin taras genéticas. Otra cosa que seguramente le llamará la atención
de mi mundo es la alimentación. No se imagina usted la influencia que puede
tener en el físico y en el comportamiento humano los nutrientes que ingerimos,
sobre todo si están convenientemente manipulados. Desde que habían desaparecido
las abejas por la acción de algunos pesticidas solo los accionistas tenían una
alimentación como la que usted conoce y consideraría normal, porque el precio de
los alimentos se había disparado y el paupérrimo poder adquisitivo de los
trabajadores solo les permitía alimentarse con la “Gofia”, un preparado con
todos los nutrientes necesarios, pero que nadie de los que lo comíamos sabía
cuáles eran realmente.
La jornada de trabajo era de 10
horas diarias para los hombres y 8 para las mujeres, domingos incluidos, los
trabajadores solo descansaban los lunes por la mañana, pero algunos empleados
municipales no trabajábamos los domingos. La máxima autoridad política era la
gobernadora (siempre una mujer, pues los hombres habían perdido influencia
social y habían caído en desgracia) que era elegida democráticamente cada tres
años. Lo de democráticamente es un decir, porque en una sociedad donde los
accionistas suponían los 2/3 de la población y tenían el poder económico era
imposible que saliera elegido un representante de los trabajadores. Si
reflexiona usted un poco se dará cuenta que ese otro mundo no se diferencia
demasiado del suyo, donde solo 1/3 de la población mantiene al resto. Pero, a
pesar de que son muchos los que viven de las plusvalías que genera su trabajo y
de que sin su esfuerzo la sociedad colapsaría, no tienen poder de decisión. Un
mundo, el que yo vi, donde la democracia se había convertido en una palabra sin
sentido. Eso sí, vivienda, educación y sanidad eran públicas y gratuitas, pero mucho
peores que los privados que se podían permitir los accionistas.
2
La familia, tal como usted la
conoce, hacía mucho tiempo que había desaparecido y hombres y mujeres vivían
separados en bloques de apartamentos minúsculos y pabellones con habitaciones
compartidas por varias personas del mismo sexo. Empleados municipales cuidaban
por el día de los niños que al final de la jornada recogían sus madres. Las
mejores casas y zonas residenciales de la ciudad estaban reservadas a los
accionistas, los únicos que se lo podían permitir. La meta soñada para los
trabajadores de aquella sociedad donde la optimización de los recursos y de los
gastos se cebaba en una clase social esclavizada para que la otra viviera en la
opulencia era la jubilación a los 50 años, con un retiro dorado en la “Gran
Isla”, donde decían que se vivía como en el paraíso. Las mujeres incluso podían
jubilarse antes, pues se les descontaba un año por cada hijo que hubieran
tenido, hasta un máximo de tres.
Casualmente era domingo y lo dediqué
a descansar, a leer en mi habitación y a ver programas y noticiarios en la gran
pantalla de vídeo en el salón del pabellón, junto con algunos compañeros de
trabajo que se reunían allí en los escasos días de asueto o al final de la
jornada de trabajo.
Aquel día me costó coger el sueño
y tuve que poner en orden mis ideas. El día anterior, después de salir del
trabajo, había ido a la costa en bicicleta, como hacía siempre que había una
marea viva con la bajamar al oscurecer. Era una delicia para mí comer unos
percebes crudos recién cogidos de las rocas. Aquel sabor a mar me sacaba de la
monotonía de la “Gofia”, pero, aunque el paraje era solitario, debía tener
cuidado, pues si era descubierto cogiendo alimentos en la naturaleza el castigo
sería severo, incluso me podían degradar y enviar a una cadena de montaje de
una fábrica o, aún peor, dejarme sin trabajo. Pero, al placer culinario del
anochecer se unía la paz del silencio de la noche y el misterio de aquellos ojos
que me miraban brillando en la oscuridad entre los matorrales que lindaban con
el bosque caducifolio cercano, que a finales de septiembre aún era frondoso. No
era la primera vez que veía brillar aquellas pupilas en la oscuridad
observándome quietas, sin saber si serían de un perro asilvestrado que había
sobrevivido milagrosamente, pues los perros habían sido eliminados hacía
tiempo, o de un animal salvaje, pero, no sé por qué, no me daban miedo, hasta
el punto de que me había recostado sobre la hierba observando boca arriba las
estrellas y me había quedado dormido.
Algo debió operar en mí aquella
noche que me cambió para siempre y no el drama que había presenciado al
amanecer. Aquellos dolores repentinos y aquella rodilla que no podía articular
tenían su porqué. Los sufrimientos físicos habían desaparecido tan rápidamente
como habían llegado, pero me aguardaban los psíquicos. Una pesadilla se repetiría todas las noches:
me estrellaba en un automóvil que iba conduciendo, algo que no había hecho
jamás, pues solo los accionistas podían permitirse comprar un coche.
Como siempre, me levanté
temprano. Al afeitado eléctrico y la ducha rápida siguió el monótono desayuno
de todos los días, láminas de “Gofia” con agua. Mi compañero de cuarto era
mucho ms rápido y ya estaba vestido mientras yo no había acabado de hacer la
cama. Decenas de personas salían del pabellón y tomaban sus bicicletas camino
de las oficinas municipales, pero aquel día yo preferí ir a pie, pues no
estaban demasiado lejos y tenía ganas de caminar. Los lunes eran días
especiales pues siempre había nuevas directrices o nuevas ocurrencias de la
superioridad y aquel no lo iba a ser menos. La alcaldesa había decidido que se
capturaran y eliminaran todos los gatos callejeros, porque, según ella, empezaban
a ser un peligro. Los gatos habían sobrevivido a la matanza de animales
domésticos porque los ratones habían proliferado extraordinariamente, pero no
se permitía tenerlos en casa.
3
Se comentaba que la decisión
estaba relacionada con que un gato había arañado a la hija de la alcaldesa al
acorralarlo ésta armada con un palo.
Aquella mañana yo no estaba de
buen humor, seguramente porque no había dormido bien, pero aquella iniciativa
municipal terminó de cabrearme. Una gata, a la que le había puesto el nombre de
“Chopi”, se acercaba hambrienta todas las noches, desde hacía años, a la
ventana de mi habitación esperando por unas bolitas de “Gofia” que le hacía con
mis dedos. Era arisca e independiente, como toda buena felina, pero habíamos
establecido un pacto de amistad desde el respeto. Comía de mi mano, pero no me
dejaba tocarla.
Había terminado la jornada de
trabajo y volvía a casa cabizbajo pensando que nunca volvería a ver a mi gata.
A medio camino me encontré con un mendigo tullido, una piltrafa humana. Le
faltaban ambos ojos y se apoyaba en una muleta de madera arrastrando las
piernas, mientras extendía una de sus manos, sin dedos, implorando algo de
comida. Llevaba colgando del cuello el letrero inconfundible de los que habían
pasado por la “Casa del Dolor” y que, por una u otra razón, los habían soltado.
Ninguno sobrevivía más de unos pocos días, porque la gente les escupía y no les
daba nada de comer, pero algo que no había sentido nunca me impulsó a dar a
aquel desgraciado algo de “Gofia” que me había sobrado del almuerzo, procurando
esquivar el ángulo del objetivo de las cámaras de vigilancia.
Aunque ya casi era de noche el
parque estaba lleno de niños con sus madres. El griterío de los infantes se
mezclaba con las conversaciones en tono bajo de los adultos. Hombres y mujeres,
como todos los días, se encontraban al salir del trabajo para hablar de sus
cosas y establecer citas. El parque era un buen lugar de reunión, sobre todo en
verano, pero solo para los trabajadores. Los accionistas tenían sus bares, sus
clubes y sus fiestas en sus residencias de lujo, algo fuera del alcance
económico de los proletarios. En todas partes había pantallas de vídeo que
regularmente emitían anuncios y comunicados, pero en el parque había una
especialmente grande, donde también se veían películas y soflamas políticas.
Las imágenes subtituladas de los noticiarios cada vez insistían más en el
peligro que significaba la insurgencia y en los severos castigos que recibían
los rebeldes detenidos. Todos lo sabíamos y yo había sido testigo hacía pocas
horas de que las autoridades actuaban sin contemplaciones. Pero, aunque los
campos de internamiento y reeducación seguían funcionando a pleno rendimiento y
en la “Casa del Dolor” se castigaba sin piedad a los más “peligrosos”, nunca se
había hablado de fusilamientos o asesinatos en masa. Algo me decía que lo que
había presenciado el domingo al amanecer no era un caso aislado, no era una
singularidad.
Aquella noche estaba bastante
preocupado, por un lado no me fiaba demasiado de mi compañero de habitación y
por otro no sabía si “Chopi”, mi gata salvaje, acudiría puntual a la cita. Esperé
varias horas en vano. Finalmente me acosté y apagué la luz, mientras las
lágrimas me llegaban hasta la boca y podía sentir su sabor salino, tan parecido
al de los percebes crudos que había comido el sábado de noche.
La noticia de la mañana era la desaparición
de los gatos, adobada con la obscenidad con la que se vendía. A algún
funcionario accionista, seguramente para hacer méritos y medrar, se le había
ocurrido la brillante idea de hacerla más explícita. Una de las principales
avenidas estaba jalonada con picas con gatos empalados. Aquello fue la gota que
colmó mi vaso.
4
Usted no podría imaginar nunca
hasta dónde puede llegar la alienación de un ser humano y la maldad de algunos,
pero en ese mundo monstruoso cualquier aberración es posible. Allí existe lo
que llamamos la “Ceremonia”, no sé por qué, se celebra todos los años el primer
martes del mes de febrero. En ella todas las mujeres empleadas del hogar que
trabajan en las casas de los accionistas llevan a sus hijos e hijas de la mano,
cuando cumplen cinco años, y se ponen en una gran fila para entrar por una
puerta decorada como si fuera la entrada al paraíso. Cuando salen por el otro
lado, después de un rato, sus vástagos han perdido la mano izquierda, como
ellos de pequeños. Todos los criados y criadas en mi mundo son mancos, porque
para hacerlos menos peligrosos y dóciles no había sido una buena idea la
manipulación genética y convertirlos en imbéciles. Los idiotas no trabajan ni
cocinan bien. Supongo que ya habrá adivinado lo que les podía ocurrir a los que
se resistieran o se salieran de la fila, pero yo nunca había visto que tuvieran
que llevar a ninguno a la “Casa del Dolor”.
Desde lo que me sucedió aquella
noche junto a los acantilados me había convertido en otra persona, ahora era
consciente del horror y de la tiranía que imperaban en mi mundo, pero aún me
faltaba descubrir algo aún más inimaginable y espantoso para que me convirtiera
en un monstruo vengativo. Coincidiendo con el final del verano se celebraba la
fiesta más importante del año, precedida de bailes y el correr del alcohol y
las drogas gentilmente aportadas por la autoridad municipal. Era la fiesta de
la jubilación, donde, después de años de duro trabajo, hombres y mujeres irían
a la Gran Isla a disfrutar del resto de su vida. Como todos los años, cuando
acababa la fiesta, casi a media noche, unos autobuses engalanados se llevaban a
cientos de personas borrachas y drogadas hacia la felicidad, hacía el barco que
las llevaría a la Gran Isla, nadie sabía más del asunto. Era jueves y me
dirigía andando otra vez a mi trabajo, volví a encontrarme con aquel desecho
humano, con aquel tullido semicubierto por un saco al que había dado algo de
“Gofia” unos días antes. Me parecía increíble que todavía no hubiera muerto.
Esquivando las cámaras de vigilancia me volví a acercar a él para darle un
trocito de la comida que llevaba para el almuerzo. No sé si me olió o me sintió
de alguna manera, pero sabía que era yo, aquellas cuencas vacías miraban más
adentro que muchos ojos. Abrió lo que le quedaba de mano derecha y me mostró el
trozo de “Gofia” que le había dado el primer día que nos encontramos, no lo
había comido. Me cogió con su mano izquierda, con la que tenía dedos, y
apretándome el brazo me dijo con una voz baja y extraña que no olvidaré nunca,
como si fuera la de la muerte: en esta “Gofia” están los jubilados, vete a los
bosques del Norte en nombre del icosaedro verde” ¡Nos habían convertido en
caníbales!
Esa misma noche me escapé entre
las tinieblas de las calles poco iluminadas arrastrándome como una serpiente
para que no me descubrieran. No sé las horas que estuve andando, siempre hacia
el Norte. Me seguían unos ojos brillantes, como los de los animales que me
miraban en las noches que iba a coger percebes. Aquellas pupilas misteriosas me
siguieron durante toda la noche hasta que al amanecer pude ver que eran de
“Chopi” mi querida gata, que había sobrevivido a la matanza. No podía más, me
tumbé para descansar y me quedé dormido. Me despertó el frío de un cuchillo en
mi garganta y un grupo de gente sucia y vestida con harapos, algunos sin mano
izquierda, que me miraba con gestos y muecas amenazadores ¿quién eres y a qué
has venido? me preguntó el que parecía el jefe mientras hacía sangre en mi
cuello con su cuchillo. Aterrorizado conteste: “vengo en nombre del icosaedro
verde”.
5
Se quedaron mirándome un tiempo
que me pareció interminable, como si estuvieran pensando qué hacer conmigo,
hasta que una mujer morena de ojos negros se acercó y colgó en mi pescuezo
sangrante un poliedro verde atravesado por un cordón redondo de cuero negro
diciendo: “este es nuestro talismán de veinte caras, una por cada uno de
nuestros héroes, y verde por nuestra esperanza, hecho en el crisol de nuestra
sangre y nuestro sufrimiento”.
Desperté en la cama de un
hospital, estaba con una pierna colgada del techo y totalmente despistado. No
sabía que hacía allí y cuánto tiempo llevaba en aquel estado. Mientras volvía a
la consciencia mil cosas se agolpaban en mi cabeza, como si hubiera varias
personas usando mi cerebro. A los pocos minutos apareció un doctor y una
enfermera que me miraron con una sonrisa. El galeno se acercó a mi cama y me
relató: “las malas noticias son que ha tenido usted un accidente grave cuando
iba en automóvil a su trabajo, el accidente le provocó varias fracturas en el
cráneo y le ha destrozado la rodilla izquierda, ha estado casi un mes en coma.
Las buenas son que las fracturas de la cabeza se han curado, que le hemos
puesto unos ligamentos de fibra de carbono en la rodilla y que podrá volver a
andar, aunque necesitará, y sufrirá, una dura rehabilitación. Del coma ya ve
que ha salido. Ha tenido usted mucha suerte. Es probable que durante varios
días no tenga las ideas claras y que incluso tenga extraños recuerdos debidos a
los efectos del coma y de la medicación, eso es algo normal”. Gracias doctor,
gracias, contesté.
Después se me acercó la enfermera
y me dijo que habían tirado mi ropa, que estaba destrozada y manchada de
sangre, pero que en el cajón de la mesilla tenía los efectos personales que
portaba: un reloj roto, un teléfono móvil hecho añicos, una cartera y unas llaves,
las de la casa donde vivo solo, y las de mi coche, que había sido enviado al
desguace. La enfermera me lanzó otra sonrisa y se encaminó hacia la puerta de
la habitación, pero entonces se volvió y me espetó: “Se me olvidaba, también
tiene en la mesilla un pequeño poliedro verde que llevaba colgado en su
cuello”.