Los días 26 y 27 de octubre de
2.017 pueden pasar a la Historia como “Los días de la infamia”, porque nunca la ignominia había llegado aquí tan lejos. El llamado
Procés, es decir, la estrategia que los independentistas catalanes llevan
implementando desde hace mucho tiempo para conseguir la secesión de Cataluña,
está llegando a su clímax, no sabemos todavía si para triunfar o fracasar, y,
en su delirio, los golpistas ya han perdido completamente las formas y la
dignidad, si es que los tuvieron alguna vez. Lo que hemos visto el jueves 26 es
digno de una película de Berlanga, a mí me recordó mucho Puigdemont a Pepe
Isbert en su genial interpretación en la película “Bienvenido míster Marshall”,
pero también podría ser digno de un filme de los Hermanos Marx y de la famosa
frase de Groucho “estos son mis
principios, pero, si no le gustan, tengo otros”. En efecto, a primeras horas de
la mañana los conspicuos independentistas hicieron llegar a los periodistas una
nota en que que aseguraban que el president Puigdemont iba a anunciar la
convocatoria de elecciones autonómicas en Cataluña. Aunque esto, realmente, no
era volver a la senda de la Ley y la Constitución, era una coartada para que el
Gobierno pudiera desactivar el Artículo 155 y, sobre todo, poder volver a una
normalidad relativa, porque ahora en Cataluña se vive en una excepcionalidad
donde el Parlament lleva cerrado desde hace dos meses (salvo para los numeritos
independentistas) hay huelgas promovidas por el propio Gobierno autonómico ,
las empresas se van a cientos y las calles están tomadas casi permanentemente
por manifestantes. Los mediadores habían hecho su trabajo y unos y otros
quitaban el pie del acelerador. Pero, hete aquí que los propios movimientos
creados por los partidos independentistas y pagados con dinero público catalán,
Ómnium Cultural y la ANC, movilizaron a sus huestes para presionar a
Puigdemont, pues se estaba jugando no solo la independencia de Cataluña,
también su modus vivendi. Ha sido patético ver a los niños alienados, cual
juventudes hitlerianas, en la Plaza de Sant Jaume, primero llamando traidor a
Puigdemont y luego jaleándolo, al compás de lo que les indicaban, megáfono en
mano, los agitadores. He tenido que hacer un esfuerzo para creer que esto está
pasando en España en pleno siglo XXI.
La presión callejera de los
ciudadanos movilizados por las organizaciones monstruo que los independentistas
han creado ha sido demasiado fuerte para Puigdemont y entonces empezó a exigir
cosas por teléfono al Gobierno de España, cosas que sabía perfectamente que no
le podían dar, para tener alguna disculpa para cambiar por enésima vez de
opinión. “Además de lo que habíamos acordado, que no se aplique el Artículo
155, también quiero ahora que se ponga en la calle a “Los Jordi” y que la Justicia
paralice todas las causas abiertas contra nosotros”. Puigdemont sabía perfectamente
que España no es una dictadura donde el Gobierno puede ordenar cosas a la
Justicia, que nuestro país es un Estado Democrático de Derecho donde hay
división de poderes y no puedes asesinar a Montesquieu, pero ya tenía disculpa
para romper lo acordado, tirarse al pozo, y con él a Cataluña y a toda España,
y darse un paseo, en olor de multitudes hasta su coche convenientemente
aparcado a cientos de metros.
Escuchar a los independentistas
esgrimir ahora que el Gobierno de España quiere aplicar el Artículo 155 como
argumento para la independencia, como hicieron tras las actuaciones policiales
del 1-O, es ofender a la inteligencia y querer volver a tomarnos el pelo a
todos. El Procés lo empezaron ellos hace mucho tiempo y todavía nada de esto
había sucedido. La viejecita fanática que comía a besos a Puigdemont no se ha
hecho independentista estos días. Nos han estado engañando y solo esperaban su
oportunidad para enfrentarse, con todo, al Estado.
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