Muchos son los que piensan que para
actuar no solo basta tener razón o razones, se necesita una justificación, es
decir, un argumento convincente de que se actúa como reacción a una injusticia,
a un acoso, a una agresión, etc. La justificación sirve para convencernos a
nosotros mismos de que nos asiste la razón y sirve también para convencer a los
demás de que nuestra reacción está, valga la redundancia, justificada. Pero, a
veces fiar a la justificación las actuaciones puede producir la paradoja de que
ya no sea posible la actuación reactiva e incluso que se pierda la razón que se
tenía. En política también la paradoja de la justificación está íntimamente
ligada a la proactividad y la reactividad. A veces los dirigentes políticos,
los mandatarios y los estadistas no actúan y no son proactivos porque esperan a
tener justificación, aunque ya les asista la razón, pero, las acciones contrarias
que permiten reaccionar con justificación son a veces tan devastadoras que la
respuesta luego es ineficaz o incluso imposible. No debemos confundir el ataque
preventivo, cuando este se realiza como coartada a una amenaza no del todo real,
a la acción proactiva bien sustanciada. La importancia de las comunicaciones
globales, de las redes sociales y de un universo mediático muy potente ha acentuado
la idea de que no se puede actuar sin justificación, que hay que esperar a que
alguien nos agreda, cuando sabemos que se está preparando para ello y que lo va
a hacer, antes de reaccionar. Un gravísimo error.
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