Aunque está generalmente admitido
que el Estado-Nación nació como ente territorial, político y administrativo con
el Tratado de Westfalia (1.648) que puso fin a la Guerra de Los Treinta Años y
al antiguo orden feudal en Europa, la verdad es que ya existía desde mucho
antes. Sin remontarnos a los Estados-Nación de la antigüedad en Europa (Grecia
y Roma) o a los de Asia (China) África (Egipto) o América (Inca, Azteca, Maya) por
poner solo unos ejemplos, podríamos decir que el primer Estado-Nación moderno fue
el que se formó en España con el matrimonio de Isabel I de Castilla y Fernando II
de Aragón. En efecto, no solo la España primigenia de los Reyes Católicos tenía
muchas de las características y estructuras de un Estado moderno, también puso
la puntilla, en buena medida, al feudalismo, porque el Estado era el que empezaba
a recaudar y a administrar el territorio, que empezó a dejar de ser feudo
parcelado de la nobleza. La acumulación de capitales y la concentración de
poder ya operaban desde mucho antes de que Karl Marx escribiera “El Capital” y
el Estado-Nación era su mejor expresión. Durante siglos el Estado–Nación fue un
instrumento de dominación de las élites poderosas y de las monarquías absolutistas,
pero todo cambió con la Revolución Francesa, no porque cambiaran las
estructuras del poder, eso fue durante un muy breve espacio de tiempo, sino porque
se inoculó en la sociedad un virus, un virus que cambiaría el mundo, la
democracia, el poder del pueblo. No había peligro mayor para los poderosos,
para los que siempre tuvieron el mundo en sus manos e hicieron con él lo que
les venía en gana, que un poderoso Estado-Nación en manos del pueblo. Precisamente
por eso Karl Marx nos alerta de que acabar con el Estado-Nación, cuando no pueden
hacerlo con la democracia, es la intención de los que no están dispuestos a
permitir que el pueblo sea el soberano. En Europa asistimos desde hace tiempo a
la demolición del Estado-Nación, bien con la creación de superestructuras, como
la UE, dirigidas por burócratas al servicio del gran capital y que no elige el
pueblo, bien destruyendo los Estados para crear entes más pequeños y más
fácilmente dominables, como hemos visto en Checoslovaquia y Yugoslavia. Los
nacionalismos aldeanos y los separatismos, en auge en España, Italia, Reino
Unido, Bélgica, Alemania, etc, aunque con casuística distinta, convergen todos
ellos en la destrucción del potente Estado-Nación, en la destrucción del
instrumento de poder del pueblo. No es una casualidad que los Estados más poderosos
del mundo, EE UU, China y Rusia, no toleren ninguna clase de tonterías con su
integridad territorial y administrativa, con sus Estados-Nación.
La defensa del Estado-Nación,
algo que soslayaron erróneamente los anarquistas, es fundamental, porque sin
ese instrumento en nuestras manos las fuerzas no democráticas tomarán el poder otra
vez, pero ahora sin golpes de Estado y sin guerras, mucho más fácilmente. Por
eso coquetear con los que quieren minimizar y fraccionar el Estado-Nación, con
sus enemigos, no puede ser el error que cometa la izquierda.
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