No me refiero a esa ceremonia con
la que se anuncia el final del Carnaval, que se celebra el miércoles de ceniza y
que simboliza el entierro del pasado, no me refiero a ese pasacalles que usa la
muerte de este pescado como alegoría, el objeto de este escrito tiene que ver
con la muerte real de la sardina, de millones de sardinas, de la especie
entera:
Los que tomamos el pulso a la mar
y a su mundo todos los días, unos por profesión y otros por afición, estamos
muy preocupados. Joan Manuel Serrat
quiere acabar dando verde a los pinos cerca del Mar Mediterráneo, pero, somos
muchos los que amamos El Cantábrico, aunque después de muertos nos importa un
pimiento lo que hagan con nosotros. Nuestro Mar es único, es singular por
varios condicionantes y algunas especies que todavía hay en él también lo son,
como los calamares gigantes, que solo se encuentran en muy pocos sitios del
Planeta. Pero, este Mar riquísimo, bello, bravo e inmisericorde con los que no
se lo toman en serio agoniza. Hace solo 300 años, un suspiro en la Historia de
la Biosfera, El Cantábrico estaba poblado de grandes cetáceos, ballenas enormes
lo visitaban todos los años durante el estío en su migración anual entre los
Polos para reponer fuerzas, pues cardúmenes inmensos de bocarte, sardina,
caballa (xarda) lo llenaban en esa época del año. Muchos cachalotes también se
alimentaban de los numerosos calamares gigantes que habitaban las simas frente a
nuestras costas, calamares que, en la noche, emergían del abismo para hacerse
con bonitos y otros túnidos, que también en verano, siguiendo la cadena alimenticia,
perseguían a los bancos de sardinas y de caballas. Era ese, nuestro Mar Cantábrico,
un ecosistema que se había construido a lo largo de millones de años, un
hábitat ideal para muchos animales marinos. Algo cambió radicalmente, y la
especie más depredadora y más estúpida del Universo conocido, la única especie,
que se sepa, que tiene armas para autodestruirse varias veces, el Homo Sapiens
(lo de sapiens debe ser una broma) empezó a alimentarse y a aprovecharse de
esas inmensas riquezas que no nos pertenecen, porque son un legado que nos ha
dejado la madre Tierra y que nosotros tenemos la obligación también de legar. Con
el crecimiento de la población humana y los avances tecnológicos la pesca se
convirtió en el arte del exterminio. Cientos de barcos, entre ellos muchos
arrastreros, arrasan el Cantábrico día y noche, sin descanso. Ya no lanzan las
redes a ver si hay suerte, localizan los bancos de peces con sonar y los
masacran sin piedad. Especies que eran tradicionales en nuestras mesas, como el
besugo, han desaparecido por completo. Ya no hay aquellos panchinos (la cría
del busugo) que pescábamos en El Musel y otros zonas abrigadas los guajes. Y
como el besugo otras especies están al borde mismo de la extinción, en nuestro
mar, en nuestros pedreros y en nuestros ríos. Hemos acabado ya casi con todas
ellas o estamos a punto de hacerlo. En el año 2.010, después de cinco años de
veda, se abrió la veda del bocarte y en ese primer año solo la flota española
de bajura pescó 5.400 toneladas. El bocarte había sido vedado porque su masa
crítica era inferior a las 1.500 toneladas, el límite para la extinción. Y, en
efecto, era la sobrepesca el problema, porque el bocarte se recuperó de forma
espectacular. El año pasado, cuando un gran cardumen de bocarte llegó al Cantábrico
fue perseguido por 70 buques hasta casi su total aniquilación. En El Musel se
llegaron a rular en un solo día más de 200.000 kilos. Pues bien, esa sardina
tan tradicional, esa que nos comíamos a la plancha, esa sardina que era tan
abundante que hasta con ella se abonaban las tierras, ya brilla por su ausencia
y ya tiene el mismo precio que la merluza, cuya venta ha caído en picado por el
anisakis. Las fechorías que se cometen en el Cantábrico son tantas y tan
gordas, perpetradas precisamente por los que más debían velar por el futuro de
su actividad, que no tengo espacio aquí para relatarlas, entre ellas el
entierro de la sardina.
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