Yo no recuerdo un episodio
judicial tan rocambolesco como al que hemos asistido estos días en el Tribunal
Supremo para dar la vuelta a una sentencia de la Sala Tercera del mismo
tribunal, la que obligaba a los bancos, y no a los clientes, a pagar el impuesto
de las hipotecas. El escándalo está servido no tanto por el mariachi judicial,
que también, como porque la gente está de uñas contra los bancos y tiene fundadas razones para ello. Los bancos llevan mucho tiempo
tomando el pelo a los ciudadanos, desde metiendo comisiones a su libre albedrío
en tu cuenta corriente (por ejemplo, metiendo comisiones por el uso de la
tarjeta de crédito en una cuenta-nómina que no las tiene) hasta procurarse capital
engañando o en connivencia con el cliente para defraudar a Hacienda (me vienen a la memoria los
seguros de prima única). Lo de Las preferentes ha sido para mear y no echar gota. El sumun del hartazgo de los españoles fueron los
60.000 millones de euros que el Gobierno de Rajoy nos han sacado de los
bolsillos para dárselos a los bancos y tapar el gigantesco agujero provocado
por las hipotecas basura relacionadas con el tinglado financiero-inmobiliario.
Rajoy, de Guindos y Montoro nos contaron que ese era un préstamo que se
recuperaría con intereses, pero la verdad es que no se han recuperado ni 12.000
millones de euros, porque, después de saneadas con dinero público, las Cajas de
Ahorros (que eran las que tenían el agujero provocado por consejos de
administración de políticos y sindicalistas) han sido casi regaladas
gentilmente a la banca privada. La indignación está más que justificada. Pero ¿de qué nos extrañamos? ¿por qué nos
llevamos las manos a la cabeza? ¿no fue Karl Marx el que nos dijo, hace más de
150 años, que los bancos y las grandes corporaciones mandarían sobre los
Gobiernos y sobre los Estados?
Constatada la ignominia, no es
esta el objeto de mi escrito sino la utilización política, irresponsable por parte
de algunos y malvada por parte de otros, de la sentencia del Tribunal Supremo,
me explico: No es la primera vez que otros poderes del Estado y que algunos
políticos cuestionan las decisiones judiciales, están en su derecho, como lo
estamos todos, porque los jueces no están por encima del bien y del mal y
cuando se equivocan hay que decírselo, lo mismo que se lo decimos al Ejecutivo
y al Legislativo, los otros poderes de la tríada del Estado de Derecho, cuando
la cagan, que es algo muy frecuente. El problema surge cuando, aprovechando un
error o una coyuntura determinada, como el y la de ahora, hay gente interesada
en aprovechar eso para arrimar el ascua a su sardina, unos sin darse cuenta de
en qué aventura se están metiendo y otros siendo plenamente conscientes de que,
en su lucha contra el Estado, cuestionar y/o cargarse el Poder Judicial es
prioritario, porque son los que los tienen en la cárcel como presos
preventivos, van a dictar sentencias que los pueden condenar a largas condenas
por los graves delitos cometidos y deben velar en última instancia (Tribunal
Constitucional) por el complimiento de nuestra Carta Magna.
Una cosa es criticar los errores
judiciales y otra muy distinta promover manifestaciones y escraches contra las
sedes de los tribunales, hacer declaraciones populistas incendiarias o
manifestar que ya habían dicho ellos que los jueces españoles están vendidos o
les tienen manía. Una cosa es criticar con fundamento los errores de los jueces
y otra muy distinta asesinar a Montesquieu.
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