El miércoles 16 de diciembre el
presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, recibió una brutal agresión
mientras hacía un paseo electoral en Pontevedra. Aunque el puñetazo que le
propinó un descerebrado mozalbete de 17 años fue noticia de primera página en
los periódicos, de apertura en los telediarios y tema prioritario en las
redes sociales, dentro de pocos días ya nadie hablará de él, porque habrá otros
acontecimientos donde pondrá el foco la atención informativa, sobre todo el
resultado de las elecciones generales y sus consecuencias políticas y sociales.
Pienso, sin embargo, que cometeríamos un grave error si no reflexionáramos
seriamente sobre el asunto.
No soy el único que viene
observando un preocupante clima de enfrentamiento en la sociedad española en los últimos meses, desde el problema secesionista catalán, donde las vísceras
priman sobre las razones, hasta todo tipo de insultos y descalificaciones entre
los dirigentes políticos, que van mucho mas allá de la crítica y la denuncia. Esta
actitud tan peligrosa en un país con un pasado como el nuestro, y que pensábamos
que se había superado con la Transición Democrática, se ha convertido en moneda
corriente en todo tipo de tertulias y foros. La aparición de Podemos en el
escenario político español ha resucitado viejos odios que pensábamos que
estaban muertos y bien enterrados. Algunos temen que emerja una verdadera izquierda
que amenace sus seculares privilegios y
la izquierda, no solo Podemos, pretende poner todo patas arriba, cuestionando incluso
una Constitución que es mejorable y que no son las Tablas de la Ley, pero que
todavía es útil y hasta revolucionaria si se cumpliera en todos sus artículos.
Ese caldo de cultivo que ha ido engordando por actitudes irresponsables, que
huyen del diálogo y el compromiso, al que se han agregado los escándalos de
corrupción, la creciente desigualdad social y las injusticias de todo tipo,
puede generar, ya lo está haciendo, situaciones indeseables y peligrosas, por
eso la agresión al presidente del Gobierno no debe ser vista como una anécdota,
porque ni es la primera vez que se agrede a un político (Gaspar Llamazares,
diputado regional por IU en Asturias y ex coordinador general de IU, también
fue brutalmente agredido en Madrid en junio de este mismo año) ni son una singularidad
los insultos que Pedro Sánchez dirigió a Rajoy durante el debate electoral en
TV. Estamos hartos de ver como se llama “perrofluta” o “coletas” a Pablo
Iglesias, con el que uno puede estar o no de acuerdo, pero que en ningún caso
da derecho a insultarlo.
El clima de violencia dialéctica
o física no es nada bueno y menos, repito, en un país como el nuestro. Se puede
ser muy duro en la exposición de los argumentos y en la denuncia de las
fechorías, pero guardando siempre las formas.
Hay comportamientos que pueden
parecer intrascendentes o sin importancia, pero que no ayudan, en absoluto, a
salvaguardar el respeto y la integridad de quienes nos representan. A mí
siempre me ha llamado la atención que los periodistas españoles tuteen y
compadreen con el presidente del Gobierno y que este se preste a ello, sin el
tratamiento de Sr. Presidente y sin mantener las distancias que exige el cargo.
Una cosa es que Mariano Rajoy, ciudadano, se tome unas cervezas con quien
quiera y otra muy distinta que el presidente del Gobierno de España no sea
plenamente consciente del cargo que ocupa, de las cosas que lleva consigo y del
protocolo obligado. No solo Rajoy ha caído en este error, evidentemente.
Vamos en el mismo barco y podemos
tener discrepancias importantes, las tenemos, pero siempre siendo conscientes
de no hacer peligrar la flotabilidad de una nave que tanto trabajo costó
construir. Nos hundiríamos todos con ella.
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