El pasado domingo 17 de abril se
celebró una importantísima reunión en Doha (Qatar) entre los países de la OPEP
y otros grandes productores de petróleo que no pertenecen a esa organización, como
Rusia y México. El objetivo era llegar a un acuerdo para moderar la producción
y provocar la subida de los precios, pues la actual cotización está poniendo en
serias dificultades la economía de varios países y la tímida recuperación
económica mundial que se atisbaba hace unos meses. Tras el acuerdo de febrero
pasado entre Arabia Saudí, Rusia, Qatar y Venezuela, se había conseguido que el
barril de crudo pasara de unos ridículos 25 dólares, a que había llegado, a
poco mas de 40, que es el precio que tiene cuando escribo estas líneas y que se
viene manteniendo en los últimos días. Pero, salvo para los saudíes y otras
monarquías feudales árabes, cuyos costes de explotación son muy bajos, el
precio del barril de petróleo se tiene que incrementar bastante mas para
permitir una recuperación económica mundial sostenible y evitar la quiebra de
empresas y el sufrimiento de Estados. El petróleo que se extrae en plataformas
marinas, como las del Mar del Norte, el de Siberia, o el que se obtiene por
fractura hidráulica (“Fracking”) no es rentable con precios por debajo de los
70 dólares por barril y un precio razonable para todos estaría en la horquilla
de entre los 80 a 85 dólares. El presidente ruso, Vladimir Putin, manifestó
hace unos días que Rusia, que es muy dependiente de la exportación de materias
primas, tendrá este ejercicio otra vez crecimiento negativo, pero también
México lo está pasando muy mal y ha tenido que poner mas de 70.000 millones de
dólares para que no quiebre PEMEX, la empresa mexicana estatal de petróleos, y
las billonarias inversiones que los EE UU habían hecho en explotaciones de
fractura hidráulica, que ya permitían al país autoabastecerse de petróleo,
pueden provocar otro tsunami financiero similar al de las hipotecas Subprime o
aún peor, pues la mayoría de los bancos norteamericanos todavía no se han
recuperado de la explosión de la burbuja financiero-inmobiliaria y tienen
muchos créditos concedidos a la industria extractiva de petróleo.
El argumento que ha esgrimido
Arabia Saudí en la reunión de Doha para no bajar su producción, que está alrededor
de los 13 millones de barriles diarios, es que Irán debería hacer lo mismo.
Pero Irán, que no asistió a la cumbre, y que no ha podido exportar nada a
Occidente en los últimos años por las sanciones, solo exportaría, como mucho,
millón y medio de barriles diarios (sin contar con el hidrocarburo que transporta
el oleoducto, de mas de 4.000 kilómetros de largo, que abastece de petróleo
persa a China) y no está dispuesto a ceder a las injustas pretensiones saudíes.
Con pobres disculpas, Arabia Saudí
no quiso llegar a un acuerdo por dos razones: por un lado, para hacer todo lo
posible para que Irán no mejore su situación económica y, por otro, para hundir
a la competencia, que no puede mantener la producción a los precios actuales, y,
merced a su influencia como gran potencia productora, que había ido perdiendo
en los últimos años, mantener su influencia política y la vista gorda mundial
ante una dictadura, la de los Saud, impresentable.
Algunos ya advertimos hace tiempo
de la peligrosidad estratégica y para la paz mundial de la política de apoyo y
financiación de Arabia saudí a los grupos terroristas yihadistas, como hemos
visto en Siria, en Iraq y en Libia, pero los saudíes se están convirtiendo
también en un peligro para la recuperación de los precios de las materias
primas y, por ende, de la economía global. En su locura, los saudíes se están
enfrentando a actores muy poderosos y no parecen ser muy conscientes de los
riesgos que están asumiendo. Sin el apoyo de las grandes potencias, los Saud
durarían menos que un pastel a las puertas de un colegio.
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